Como cada tarde al volver del trabajo, Ruth preparó un té de menta, puso tres galletas en un platito y lo sacó todo al jardín. Allí se sentó a contemplar el atardecer, sus flores y su maleta de sueños, como a ella le gustaba llamarla.
Su abuela le regaló esa maleta para que la llevara a su viaje de fin de curso. Tenían planeado un tour por el norte de Europa. Ruth tenía muchísimas ganas de ir. Había comprado diccionarios, guías de viaje y mapas. Llevaba tantos libros que casi no le cabía la ropa.
Unos días antes de salir, su madre cayó enferma y tuvo que ser ingresada en el hospital. Ruth canceló el viaje, guardó las guías en la maleta y nunca salió de su ciudad.
Desde aquel día, hace ya más de treinta años, ha ido guardando en su maleta guías, postales, revistas de viaje y cualquier cosa que le recuerde a los lugares a los que le habría gustado viajar.
Nunca ha vuelto a preparar un viaje de verdad, “ya lo hará el año que viene” se dice siempre.
Mientras contempla una postal que su amiga Carla le envió desde Tailandia, un balón cae a toda velocidad en su rosal. Ruth se levanta enfada y va a por la pelota destructora. Una niña se asoma por la verja, le pide disculpas y la pelota. Mientras Ruth se dirige hacia la puerta diciéndole que tengan más cuidado o la próxima vez no la recuperarán, una racha de viento vuelca la maleta abierta sobre la mesa esparciendo su contenido por el jardín, el pequeño estanque y la calle.
¡Mis recuerdos! Grita Ruth.
La niña se apresura a salvar todo lo que puede. Cuando se acerca a Ruth para darle lo encontrado le dice que no se preocupe. Ella perdió las fotos del verano pasado y aunque era una pena no poder verlas, sus recuerdos estarían siempre con ella. Al menos seguía teniendo las conchas que recogió con su hermano y la pulsera de la amistad que le regaló su amiga.
Ruth le sonrió un poco avergonzada, no se atrevió a decirle que en realidad, nunca había estado en esos lugares. No se atrevió a decírselo porque si aquella niña le preguntaba el motivo, no sabría qué responderle. En aquel momento, ella misma no entendía por qué había preferido quedarse allí, viviendo a través de una maleta.
Se despidió de la niña y se dirigió a su habitación. Vació lo que quedaba de la maleta en el suelo y empezó a llenarla con ropa. ¿Necesitaría un bañador? No sabía dónde iba a ir ¡A donde la llevara el viento!
Llamó al trabajo para notificar que se cogía unas vacaciones, apagó la luz y salió de su casa, rumbo al aeropuerto.
La niña no supo lo que había desencadenado hasta que un día, ya mayor, llegó a su casa una maleta que le resultaba familiar. Estaba llena de postales y fotos de aquella señora de su barrio, en un sinfín de lugares. Entre todos aquellos recuerdos, había una carta dirigida a ella en la que le daba las gracias por aquel balonazo que destrozó sus rosas pero le devolvió su vida.